Relato de Ignacio Pavón Soldevila, escritor de Mérida y que se ha hecho con el 2º premio de la Bienal Literaria Uva Eva Beba de Los Santos ·
El autor, a través de una carta escrita por un pintor de Los Santos a otro paisano, explica cómo los grandes maestros llevaban a sus estudios uvas de Los Santos para pintar sus bodegones,
Ignacio Pavón Soldevilla
Sábado, 26 de agosto 2023, 12:20
Badajoz, 2 de noviembre de 1983.
Querido Manuel: deseando que sigas bien y tan activo como siempre, correspondo, con más dilación de la debida, a tu última carta; perdóname por ello. Allí me felicitabas –¿pero, para qué te tomaste la molestia?– por mi reciente La vendimia; lo que, viniendo de ti, aprecio y agradezco a partes iguales. Como bien recordarás, este tema tan nuestro me ocupó hace casi veinte años en aquel mural para el Centro Recreativo de Villafranca; pero ahora, sensible a los tiempos que llegan, he querido aportarle frescura con este óleo de luces más limpias y femeninas. Si lo he conseguido o no, solo vosotros podréis juzgarlo.
Sin embargo, la alegría por tus palabras –tengo también que escribírtelo– pugna en mi corazón, en estas tardes otoñales de decreciente luz, con la pena por el recentísimo fallecimiento de Alejandro. Cuántas veces he meditado sobre ello, y ahora te lo digo, que en aquel cazurro grande que es su Niño con racimo de uvas quiero prever algo de esas fantasmagorías tuyas, de tus bufones y de los peleles que ya estás empezando a pintarrajear en tus bocetos. El taller de su hermano, nido de pequeños aprendices. ¡Cuántos recuerdos! Fue aún durante la guerra cuando entré allí a palpar el oficio de la mano de Mauricio, un par de años antes de marcharme a Badajoz. Podrás imaginarte cuánto me duelen sus ausencias.
Yo llegué a Badajoz en 1940, becado por nuestro Ayuntamiento, para estudiar en la vieja Escuela de Artesanos de la Casa de Morales; nodriza, si quieres llamarla así, de la de Artes y Oficios Artísticos que aún hoy me hospeda. A nadie le he hablado hasta ahora de esto, pero debió de ser en las primeras semanas, o no mucho después, cuando un avejentadísimo bedel de la Escuela me susurró, casi a escondidas (no eran tiempos para hablar abiertamente ciertas cosas), una historia que tú mejor que nadie sabrás apreciar. No recuerdo su nombre y, aún su provecta edad, dudo la hubiera vivido; pero me juró por la Virgen de la Soledad, quien le era tan bendita como a nosotros la de la Estrella, que por proceder yo de Los Santos se sentía en la obligación de contármela. Yo, mitad sorprendido, mitad interesado, le escuché expectante.
Era el caso –según me dijo– que el maestro tenía por costumbre inmemorial encargar, para inspiración de sus célebres bodegones, uvas de nuestro pueblo. A poco que lo recuerdes, las reconocerás brillosas y apetecibles, mostosas, casi reales, entre los melocotones, naranjas y limones, sandías o melones, y granadas, ciruelas, higos y membrillos de las composiciones que tanta fama le dieron; junto a aquellos cacharros de cobre, transparentes fruteros de vidrio y alcallería de barro basto, o con vedrío, casi siempre de Salvatierra; al lado de sus insuperables flores. ¡Ah, las uvas! Las tienes ahí, entre otros, en el Bodegón del jarrón de Talavera; en el titulado en los catálogos de nuestros días Frutero y cobre, tan audaz en su ejecución que dos avispas se posan en los racimos; o en el de la colección Campoespina, con aquella pecera de aguas traslúcidas y su carpín rojo coronando ese ejemplo canónico de composición vertical. Hasta casi el día de su muerte, ocurrida en 1906, se hacía traer las uvas de allí por acemileros, escogidas de entre las mejores de las cosechas de Fernando Acedo, José Merlín o Benito y Fabián Zapata. Yo he visto con mis propios ojos, furtivamente, sus cartas de pago, custodiadas por aquel anciano ordenanza, arrinconadas y enmohecidas, en un cuartuchón oscuro y asmático de la Escuela que servía igual de archivo, de almacén o de escobero.
En un hilo casi inaudible de voz, que sonaba confidencial, quiso contarme que el maestro había tenido problemas en el pasado. En 1878 había remitido a un galerista de Madrid varios cuadritos de costumbres en los que lucían más de lo razonable chavós que bailaban, a veces al son de insinuantes majas que tañían sus guitarras, sobre la mesa de una cocina donde, tan en escorzo como el bailaor, los observaba divertido un señor cura. Pintados en delicada forma, junto a traviesos monacillos o a amas que les servían sabrosos huevos fritos con chorizo, otras veces los párrocos eran beodos tripones tragaldabas, en plena delectación de los placeres del mundo. «¡Don Felipe Checa, comecuras!»: pregonaron ciertos tabloides de la villa y corte. Considerados abyectamente anticlericales, los cuadros fueron retirados ipso facto de la contemplación pública por la autoridad gubernativa que los consideró perniciosos para las buenas costumbres; aunque a la par vieron incrementados su cotización e interés para los siempre atentos marchantes de lo escandaloso.
Escaso consuelo fue ese para el maestro, a quien todo aquello hizo mucho daño. Pero, perseverante obstinado en sus ideales sobre las inviolables libertades creativas, y reincidente, concibió solo unos años después –sería, Manuel, hacia 1883, hace justo cien ahora– una obra maestra.
Te avivo la memoria. La escena se desarrolla de nuevo en la cocina de una casa del curato; posiblemente de ciudad, pues la presencia de un grifo de agua corriente (sobre la tinaja y su tapa de madera, donde dormita boca arriba una taza de cinc) sería casi del todo imposible en el mundo rural. La luz entra por un ventanal dispuesto a la derecha, e ilumina plenamente un techo de cañizo y un limpio suelo en perspectiva de baldosas de arcilla color siena tostada; y, entre ambos, toda la acción. Al fondo, en el centro, el fogón, con su hueco frontal cuadrado para avivar las brasas y debajo otro arqueado, más amplio, donde acoger un cesto con leña. Sobre él, en la pared, un contenido rectángulo de azulejos, con primorosos geometrismos de lacería azul cobalto y ocre, facilitaría la limpieza de la grasa que los trajines propios de los guisos pudieran hacer saltar. Más por encima, ennegrecidas manchas de humo, en fuga por el tiro que se adivina tras el topetón de la gran chimenea; y, dispuesto sobre él, todo un bodegón que despliega la riqueza material de esa casa en asombrosa verdad: candelabro, caldero y perol, braseros o aguamaniles de cobre y bronce junto a la tetera y la cafetera (hay otras ollas, y tal vez una chocolatera, sobre el fuego); como parientes pobres, se adivinan una vinagrera vidriada en verde vejiga, la aceitera con sus lamparones y algunos búcaros más. En primer plano, otro ensayo de bodegón, con más bronces y barros junto a un paño que homenajea en sus pliegues a los de nuestro común tatarabuelo Zurbarán. Pero lo mollar del lienzo está justo detrás de él. Allí, a la derecha, sentado sobre un recio sillón en tierra de sombra tostada que solo concede licencia de comodidad y color a un cojín ocre, un cura enjuto y desdentado, cuya arrugada sotana sugiere cierto desaseo, aguanta en su mano izquierda una esbelta y limpia copa de vidrio recién llena del ambarino líquido que también contiene otra botella. Yacen en el albo mantel, junto a unos mendrugos, sobre la mesa castellana. El pater gira ligeramente la cabeza y nos reconduce así a la figura de su criada, tal vez su «sobrina» (como se decía entonces), que, en su lozanía, porta las frutas. «¡Venga lo fresco!» –que es el título del cuadro– parece decirle. Ella, que es muy joven, bien aderezada, luce larga falda negra con notas de color estampadas, jubón azabache con puntillas y vivo pañuelo amarillo fruncido a modo de mantón, peineta y roja flor en un lateral del cabello; y le mira la rala coronilla ofreciéndonos una bandeja donde refulgen abigarradas las uvas santeñas. La osadía del maestro se supera al caminar sobre el filo de la navaja, en la sugerencia de los dobles sentidos, allí donde anida su velada acusación: Eva en la flor de la edad portando el símbolo de su frescura, frente a la decrépita vejez de ese doncel del Altísimo. La pureza de la doncella ante la pícara insinuación del sacerdote.
Aquel matusalén de la Escuela me añadió que el maestro, apesadumbrado y contrito en sus últimos años –no tanto, según creo, por su percepción del clero, como por haber dado ocasión a la maledicencia sobre los frutos de nuestra tierra, convertidos según venenosas lenguas en la imagen de un amancebamiento que en el cuadro era apenas latente–, ya próxima la muerte, encontró sosiego en la compaña y conversación de un presbítero jovencito, recién salido por entonces de San Atón y también amante de las artes. El único religioso en toda la cristiana Badajoz que se avino a escuchar y perdonarle.
Tengo para mí, Manuel, modestamente, que quienes (como Luis Gordillo o el malogrado Alejandro) pudimos admirar en nuestro amanecer pictórico aquel bello bodegón que don Ezequiel colgaba en su despacho, hemos saboreado en él, con orgulloso aprovechamiento, las extraordinarias uvas que pintó el maestro, ex profeso, para su último confesor. Por mi parte, La vendimia –tan alabada en tu carta– es mi manera de cantar con pinceles la bondad de nuestra uva y de recordar en la vendimiadora, esa que acomoda los racimos del canasto en las cajas rotuladas como «Uva Eva. Los Santos de Maimona», aquella vez que el maestro supo sublimar su dulzura en las manos de otra joven sirvienta, mientras la sierra de Feria es ahora eterno telón de fondo del gozoso trabajo de la recolección. Tuyo siempre, Ramón Fernández Moreno.
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