'Del mundo a Los Santos', relato ganador juvenil de la Bienal literaria uva Eva Beba
Su autora es la joven de Mérida Mª del Pilar Pavón Garrido que ha obtenido el primer premio en categoría juvenil ·
'El nuevo pueblo floreciente se llamó Los Santos de Maimona, por la colina y por los dos hombres, el Vendimiador y la Doncella, considerados Santos, que fueron los salvadores de la Humanidad'.María del Pilar Pavón Garrido
Miércoles, 30 de agosto 2023, 11:39
La lluvia caía, en grandes goterones que salpicaban en las rocas y embarraban el suelo. Los pocos olivos que quedaban, retorcidos sobre sí mismos, ondeaban sus hojas al viento, con las aceitunas ya medio crecidas pendiendo de las ramas. El cielo, lleno de nubarrones oscuros, tendría que ser rosado a estas horas por el atardecer, pero hacía horas que no se podía distinguir el sol.
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El anciano suspiró, mirando por la ventana de la casa, una vivienda baja, con la pared pintada de blanco. Desde allí tenía una vista del campo, que poco a poco se había ido abriendo paso por el pueblo, los árboles destrozando con la lenta fuerza de sus raíces el pavimento. Ante la inquebrantable actitud destructora de la naturaleza, el ser humano no podía hacer nada, y poco a poco desaparecería lo que quedaba del pueblo. Sin embargo, eso no era lo que más inquietaba al hombre.
Lo que de verdad le preocupaban eran las uvas. Aquella lluvia tan fuerte podía dañarlas, perforar las delicadas hojas de las vides y hundir sus cortos troncos. Pero lo mismo haría el sol cuando saliera mañana, con sus punzantes rayos, secando las parras y sus dulces frutos hasta que se arrugaran y perdieran todo su brillo. Por eso estaba él allí.
Apoyándose en su bastón, caminó hacia un patio interior de la casita, que presentaba el tejado derrumbado y tenía el suelo lleno de fértil tierra en la que las pequeñas vides, una docena por lo menos, habían asentado sus raíces. El agua entraba por el amplio agujero, pero se desviaba a los lados al chocar contra un toldo que el anciano se había pasado toda la mañana colocando, de manera que las uvas, brillando en sus arbustos, se encontraban protegidas.
Eso era lo que él hacía, como su padre y su abuela antes que él: cuidar de los frutos. Darles el sol y el agua necesarios, mimar sus hojas, observar cómo crecían, lentos... Y luego recolectar la uva, elaborar mosto, fermentarlo después para que se haga vino. Y el vino... Bueno, guardarlo en las bodegas, en un barril de madera. «Para tiempos mejores, hijo», le decía su padre, y su abuela antes que él. Ese era su único propósito en la vida. Y jamás lo cuestionaría, porque no podía hacer nada más.
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Viendo que escampaba, el hombre agarró su bastón y salió afuera. El suelo estaba cubierto con piedras y adoquines viejos, que se estropeaban un poco más cada año que pasaba. Anduvo por la avenida hasta el final, toda llena de casas en ruinas como en la que había estado, cada una con sus doce parras.
Continuó caminando hacia la derecha, enfilando una explanada que antaño fue una plaza y ahora solo estaba cubierta de olivos y barro. Cada vez se veía menos, así que el anciano encendió una antorcha. Acompañado del olor del fuego y del revoloteo de las polillas que se acercaban a la luz, fue pasando casas cada vez más grandes hasta que llegó a las puertas de la iglesia.
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Era la única construcción capaz de soportar las fuerzas de la naturaleza: el templo se alzaba tal y como se había edificado. El hombre entró justo cuando volvían a caer otra vez las gotas, limpiándose con una toalla que había allí puesta y cambiando sus botas llenas de barro por unas pantuflas ya viejas.
El interior de la iglesia no estaba oscuro. Había antorchas y una chimenea que alguien había construido en el ábside. No quedaba allí ninguna imagen; se las habían llevado todas hacía mucho tiempo. Ahora era la morada del anciano. Su cama estaba en la capilla, y todos los bancos de la nave, medio podridos, habían sido reutilizados para construir los pocos muebles que tenía. Allí había vivido su padre, y su abuela antes que él.
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Escuchando los primeros truenos y devorando una tostada fría, se sentó al lado del fuego a rememorar los tiempos de su infancia, cuando no era el único hombre en el tiempo. La gente solía vivir en las casas más cercanas a la iglesia, las que no estaban llenas de uvas. Pero, poco a poco, todo el mundo había huido de aquel lugar, buscando algo mejor, ansiando formar parte del Mundo. Quedaban solo diez personas cuando llegó a la adultez, y estuvo tentado de irse junto a la mujer que quería a sus treinta. Sin embargo, algo le impidió marcharse: las uvas. Primero ayudando a su anciano padre y, tras su muerte, por su cuenta, continuó trabajando y recolectando las vides. Era el Vendimiador, el hombre encargado de preservar aquellos frutos. Y simplemente no podía huir del pueblo.
En mitad de la tormenta, escuchó un sonido hueco. Al mismo tiempo que un relámpago cruzaba el cielo, el portón de la iglesia se abrió de par en par, y una figura misteriosa entró en la estancia. El anciano, asustado, se puso en pie, sin poderse creer que hasta allí hubiera llegado otro ser humano.
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La persona caminó con cautela en su dirección, mientras el fuego la iluminaba. Era una mujer joven, vestida de manera extraña, completamente de blanco, encapuchada, con un abrigo y una falda de un material artificial. Lo que llamó la atención del hombre no fue su brazo robótico ni sus ojos rojizos, sino el hecho de que poseía una mascarilla en el rostro, como si el aire fuera para ella tan nocivo que necesitara pasar por un filtro para ser respirado.
Eso significaba que venía del Mundo.
—Señor... Le he encontrado —habló, con la voz modificada por algún aparato electrónico—. Por fin...
Entonces, se desplomó en el suelo. El hombre no podía creer que el momento hubiera llegado, después de toda la vida esperando. Con sumo cuidado, se levantó y, apoyado en su bastón, se acercó al cuerpo de la mujer. La levantó, pues pese a su débil cuerpo aún era capaz de realizar esfuerzo físico, y la acercó al fuego. El contacto con el calor coloreó las mejillas de la joven. El anciano le quitó la mascarilla, dejando a la vista una boca de metal, sabiendo que ella podía respirar sin problemas aquí, y esperó pacientemente a que se recuperara. Su viaje tenía que haber sido muy largo.
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«Recuerda, hijo», le había dicho su padre, y su abuela antes que él. «Algún día, probablemente cuando ya no quede nadie en este pueblo, alguien del Mundo vendrá. Y, como Dios hizo con Adán, le tendrás que ofrecer a Eva, hijo. Para eso vivimos y trabajamos.»
Lágrimas aparecieron en los ojos del hombre, que lloró, sin poderlo creer. La mujer, despertando de su sueño, lo miró, con sendas gotas en su mirada mecánica.
—Estamos vivos —sollozó—. Estoy con usted.
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El hombre la tomó de las manos, una orgánica, la otra metálica, en un apretón de alivio:
—Has venido en nombre de aquellos que se fueron al Mundo. Cuéntame, Doncella, ¿por qué, después de tantos años, has decidido volver a este pueblo?
—Usted es el Vendimiador —sollozó ella—. Es el único que puede salvarnos. Una violenta plaga azota la Tierra; el aire está intoxicado y si lo respiramos moriremos. Pero las plantas son capaces de revertir el veneno, las uvas pueden curarlo, y el vino, bendecido por Dios, es el único antídoto que se conoce. Sin embargo, la plaga ha enfermado las plantaciones de todo el Mundo... He recorrido mares, desiertos, y montañas para llegar aquí. El único sitio donde quedan plantas, el único lugar donde hay uvas.
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El anciano sonrió, se incorporó y, junto a ella, salió a la calle. El arco iris relucía en el cielo de un nuevo amanecer, mientras entraban en una de las casas, donde las parras, protegidas y cuidadas, los saludaban con sus redondas uvas verdes.
—Así como le ocurrió a Adán cuando pidió ayuda a Dios, yo os ofrezco a Eva cuando acudís a mí. Eva Beba, la uva más dulce y jugosa que existe. Habréis de tomarla, probar su jugo y beber su vino, y curaros por ella, y luego dársela en regalo a tus hermanos para su salvación.
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—Oh, no, Vendimiador. No llevaremos esta uva y su vino al Mundo, sino que el Mundo vendrá por ella. Mis hermanos, que también son los suyos, se mudarán aquí, al único sitio donde la naturaleza es tan fuerte que puede salvarnos.
Y así fue. Aquellos que se habían ido, regresaron, y con ellos el resto de la humanidad. Las calles fueron reconstruidas; las uvas, cultivadas en todas las parcelas de los alrededores. El nuevo pueblo floreciente se llamó Los Santos de Maimona, por la colina y por los dos hombres, el Vendimiador y la Doncella, considerados Santos, que fueron los salvadores de la Humanidad.
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