Borrar
Joaquín Ortiz HOY
RELATO

El inventor de recuerdos

ESCRITO POR JOAQUÍN ORTIZ ·

El escritor varias veces premiado, Joaquín Ortiz, nos describe en este relato un retazo de la vida misma: - ¿A dónde va usted señó Anselmo, vestío así y con la que está cayendo?-Voy a inventarle unos recuerdos al chiquillo mío, el pobre, me se cayó de bruces cuando estaba limpiando los olivos del cortinal y del morrazo se le han borrao todos los compartimentos de la cabeza y las cavilaciones se le han quedao como las pipas baratas, revueltas y a granel.

JOAQUÍN ORTIZ

Domingo, 20 de octubre 2019, 12:19

Aquel día de otoño tardío se cayó de las sierras un alud de vientos hechos de aguanís espeso y un aluvión de ráfagas densas como sopas de pan mojado se estrellaron contra las primeras casas de los cortinales desmochando chimeneas, despellejando árboles y arremangando sin pudor las faldas de las tejas y de las mocitas. Luego, aquellos soplos de morlaco en celo se fueron comprimiendo entre las estrecheces de las callejuelas y cuando salieron resoplando por la plaza hicieron estallar los tenderetes del mercadillo, empelotaron los mástiles de las banderas oficiales y porracearon con violencia la ventana del doblao de Anselmo Serrano para que no se olvidara de que hoy era viernes y de que tenía poco más de cincuenta años solo durante seis días y medio a la semana.

Desde hacía meses, los viernes por la tarde, a Anselmo Serrano se le atravesaba entre los pulmones su condición de padre y se hacía más viejo que su tiempo dejando que la vida se le escurriera por el desagüe de las pamplinas para hacer sitio al instrumental de inventor de recuerdos; hoy también. Por eso, mientras aparejaba a aquel mulo de tamaño prehistórico con un serón de esparto secañoso, se vistió con pana negra y raída, se arrancó los retales de juventud pringándose el pelo con el aceite usado del pescao y mientras se oscurecía la mirada ennegreciéndose las ojeras con las cenizas frías del brasero, esperó a mear perdigones de barro por los conductos estrangulados de la vejez para salir de casa, como manda el oficio, siendo ya más viejo que el mismísimo Carracuca.

- ¿A dónde va usted señó Anselmo, vestío así y con la que está cayendo?

-Voy a inventarle unos recuerdos al chiquillo mío, el pobre, me se cayó de bruces cuando estaba limpiando los olivos del cortinal y del morrazo se le han borrao todos los compartimentos de la cabeza y las cavilaciones se le han quedao como las pipas baratas, revueltas y a granel.

Anselmo y su mulo prehistórico entraron en el hospital por el portón de urgencias. Salieron restregándose del ascensor en la tercera planta y con la aprobación silenciosa de celadores y enfermeras se adentraron por un viacrucis de recovecos hasta enfilar el último pasillo. Fue allí cuando empezó a notar el peso severo de la vejez, porque al inventar lo que no había pasado se le embarraban los andares, le brotaban raíces de velcro en las plantas de los pies y se le llagaba la boca con los filos cortantes de las medias verdades que tenía que contar. Por eso, y sin decir ni buenas tardes, en cuanto cruzó la puerta de la habitación, se le escaparon de los labios las palabras de borrajo ardiente que guardaba en los límites del habla desde hacía casi una semana.

- ¿Qué tontería es esa de que tú no tienes fotos? ¿De dónde has sacado esa idea, muchacho? Pero si el pueblo está lleno de retratos tuyos. Tu cara está en las botellas de La Casera, en las bolsas del jabón Lagarto, en las cajitas de las pastillas Juanola, pero si hasta están pegoteando tu perfil por las tapias.

- Vamos a verlo, padre, que a los que nos falta memoria, nos sobra desconfianza.

Con ropa sacada del serón y con la ayuda de los celadores, lo vistieron con un pantalón de tergal, una camisa de lino blanco remangada hasta los codos y un sombrero de paja calado hasta las orejas. Como si fueran una sola pieza, lo sacaron a la calle subido al mulo y con la pausa de una procesión dolorosa atravesaron los restos del desorden de guerra del mercadillo de los viernes en días de vendaval, recorrieron las calles del centro hasta que Anselmo, con disimulo y como parte del oficio, se detuvo delante del casino, solo quería que su hijo viera como las cristaleras oscurecidas le devolvían su silueta negra de jinete altivo con sombrero de ala ancha y remangado hasta los codos.

A Anselmo Serrano no le importaba pagar el precio de arrastrarse como una foca de barbecho en aquel batido de aires porque sabía que en cuanto cruzaran la esquina del estanco, los recuerdos inventados iban a entrar en la cabeza de su hijo sin llamar a la puerta de la razón. Y así fue, con la imagen del jinete todavía clavada en la retina, se produjo la magia en el momento en que se tropezaron con cartel alicatado de Nitrato de Chile.

El hijo de Anselmo no tardó en reconocerse. Tiene usted razón padre, ahí estoy yo otra vez, dijo mientras señalaba a los azulejos. -Este cartel debe ser moderno, padre, porque voy vestido con la misma ropa que llevo puesta ahora. Qué cosa más curiosa, no sabía que se podía ser famoso sin saber que lo eras.

Anselmo Serrano no pudo disfrutar ni un instante de la borrachera rápida que le produjo el dulzor acaramelado del engaño recorriéndole las venas, porque una punzada amarga le deshizo de sopetón los terrones de azúcar que le circulaban por los recintos internos cuando su hijo le vertió una pregunta hecha de desconfianza hirviendo.

- ¿Y esto de los retratos, padre, me servirá para tener novia? ¿Usted cree que me querrá alguna mujer cuando se entere de que me se disipa la memoria en cuanto me sueno los mocos?

A Anselmo Serrano, envuelto en remolinos de bolsas de gusanitos, no se le cayó el ánimo en el molinillo del café porque todos los manuales de inventores de recuerdos aconsejaban llevar siempre la iniciativa. ¿A dónde vamos, padre? A ganar el récord del mundo de mentiras piadosas, le hubiera gustado decir. Vamos a los olivos del cortinal, seguro que allí hay respuestas para ti. Y deshicieron parte del camino, pasaron otra vez por los restos deshilachados del mercadillo y saliendo por el callejón del altozano se presentaron en el olivar a esa hora de la tarde en la que la luz empieza a conceder permisos discretos a la imaginación.

En el anochecer de aquel viernes triste y ventoso de noviembre se encontraron a los olivos engalanados de disanto y con un silencio procesional empezaron a recorrer el olivar descubriendo que en los chupones ondeaban docenas de sujetadores de todas las formas, tallas y tejidos, en la penumbra descubrieron que cientos de braguitas hechas de triangulitos agudos adornaban las potreras como banderolas de verbena. Y mientras un sinfín de picardías de papel de fumar calado hacían de enaguas de las bajeras, salieron del olivar por debajo de un dosel de guirnaldas de pantis de colores del que colgaban esas prendas sin densidad y sin nombre que llaman a la puerta de las entrepiernas de los hombres a la hora en la que verdeguean los sueños.

-Con el amor pasa lo mismo que con la fama, hijo, te quieren sin que te des ni cuenta.

-Si usted lo dice…, será así. Vámonos para el hospital, padre, que en cuanto me acurruque en la cama me vendrán los recuerdos lo mismo que esta mañana han llegao los aires.

Volvieron a entrar en el hospital por el portón de urgencias siendo casi sábado, y mientras Anselmo Serrano iba recuperando su edad y dando gracias a la ventisca por haber reventado el mercadillo y haber hecho volar la ropa más fina y más ligera hasta los olivos del cortinal, su hijo entró en la habitación rebuscando en el barrizal de su memoria si la del sujetador de encaje rojo se llamaba Carmen, Luisa, Teresa o Estrella.

Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios

hoy El inventor de recuerdos

El inventor de recuerdos